Recuerda haber sido una adolescente extremadamente emocional, pero a su vez “una hija cumplidora, prolija, ordenada”. Incluso cuando sus padres no se lo exigían, en absoluto. Hasta que un día, sin previo aviso ni mayor consideración, Minerva Casero empezó “a cruzar mal la calle”. Así, simplemente: iba de una vereda a la otra prescindiendo de orden alguno. “No entendía el concepto de que existe una convención social, para cuidarnos a todos, donde tengo que cruzar por un lugar”, explica.
En su accionar no hay contradicción alguna. Más bien se trata de una búsqueda por conocerse más. De ese modo, en referencia a su padre, Alfredo Casero, dirá como al pasar: “Me estoy enterando ahora pero soy un ser individual”. También admitirá que los comentarios agresivos de las redes, la afectan: “No me gusta leer cosas feas”. Confiará que un delicado problema de salud la obligó a replantearse su vida. Y que por eso comenzó a tejer y a mirar telenovelas.
Porque hay una Minerva distinta, nueva, con apenas 25 años. Que observa, que aprende. Que se asusta pero no teme. Que vive. Que en su rol de cantante, se entusiasma con el disco que sacará pronto. Y que en su papel como actriz, se luce con el protagónico en Sin salida, junto a Laura Novoa.
Se trata de un filme notable, que sorprende con el recurso narrativo del bucle temporal. Y que refleja el drama de la trata de personas. Allí, Minerva es Ana, una estudiante que es secuestrada. “Hice un casting que fue difícil. Tenía que estar en una cama así, sonriente, y darme vuelta y, en un segundo, estar llorando, destruida, súper angustiada. Lo hice. Y evidentemente estuvo bien”.
—¿En algún momento se te cruzó por la cabeza que hay mujeres en nuestro país que realmente pasan por la situación de Ana?
—Sí, por supuesto. Y no solo eso, sino un recordatorio de que en este momento hay problemáticas gravísimas, en todo el mundo. Hay como una creencia, muy de lo cotidiano: si no lo ves, no existe. Entonces las películas traen esa realidad, aunque sea cruda, fuerte. Y generan conciencia de que aunque no lo veas, existe.
—¿En qué andas, Minerva? ¿Estás noviando?
—Estoy en pareja hace un tiempito y muy muy contenta. Suelo ser bastante reservada con el tema.
—¿Es del medio?
—No, para nada. Por eso también soy cuidadosa: yo tengo ganas de exponerme y poner la cara, todo, pero él, no. Y no lo voy a obligar. Yo intento cuidar mis espacios privados: a mis amigas tampoco las muestro tanto.
—Vivís en un universo muy público: la primera vez que pisaste un escenario tenías tres añitos.
—Sí. Mi papá estaba filmando y yo estaba ahí, en el set, siendo bebita. Es algo que llevo conmigo, siempre fue muy natural para mí.
—Contabas que te afectan los comentarios. ¿Sobre alguna temática en particular? Viste que la gente opina de todo: de la estética, de la ideología, de la familia.
—Es que en realidad, todo el mundo puede opinar de todo. Solamente que a uno lo afecta. Hay comentarios que tienen un poco de maldad, y cuando son ocurrentes, banco, aunque me duelan. O cuando tienen algo de razón.
—Es cierto lo que decís. Pero me genera un poco de contradicción: estamos en un momento en el que todos creemos que podemos opinar de todo, y que nuestra opinión es importante.
—Totalmente de acuerdo. Continuamente tengo que tener una opinión formada sobre absolutamente todo, que sea importante, y que sea imperiosa mi necesidad de decirla en voz alta. Pero hay suficiente gente muy formada hablando de un montón de temas, y un montón de gente que no, y también está bien. Yo elijo no formar parte de ese grupo que opina de todo, con liviandad. No me siento formada para hablar de determinados temas, o tener algo innovador para decir que no sea repetir cosas que dice otra gente.
—¿Te bancás decir “de esto no sé” o “de esto no tengo ganas de responder”?
—Sí, estoy aprendiendo a hacerlo. Obviamente, traigo el elefante a la habitación, que es un poco la temática esta de que mi papá opina un montón en política. Y voy a ser muy clara con esto: me estoy enterando ahora, pero soy un ser individual.
—Y no un apéndice de Alfredo Casero.
—Que no tiene apéndice, porque se lo quita… No, mentira. Entiendo que me relacionen, pero siempre hay algo a lo cual hacer o no referencia, si está vinculado o no con lo que piensa él. En lo que diga sobre determinados temas, siempre habrá algo de lo cual alguien se agarre para vincularme, desvincularme, etcétera. Entonces, prefiero ser prolija.
—Más allá de tu opinión sobre política, educación o lo que fuera, ¿alguna vez levantaste el teléfono y le dijiste: “Pá, acá te refuiste…”?
—Sí, pero con un montón de cosas, en la vida cotidiana. Y viceversa también. Ahora (el título) es: “Minerva le dice al padre que derrapa”, y no, para nada. Y no estoy todo el tiempo consumiendo todo, en donde está. Porque la gente me manda mensajes: “¿Viste lo que dijo?”. “No sé -digo yo-. Es mi papá. Hoy hablé por teléfono sobre el campo o si se perdió el coso de las llaves. Me habló de otro lugar”.
—Algo así: “¿No te gustó lo que dijo? Escribile a él, no me lo digas a mí”.
—Es un poco lo que estoy tratando de hacer, pero nadie me da bola… A veces también me lo tomo personal, porque algunos mensajes son realmente feos. Pero bueno, así como ha tenido muchísimos beneficios ser su hija y meterme en el medio en el que él está, también tiene un costado que es un desafío para mí.
—¿A veces te dan ganas de protegerlo a tu papá?
—Yo lo protejo. En la intimidad y en mi privacidad. Soy una persona con mucha intimidad y privacidad, pero eso no me hace una persona tibia.
—Tu papá estuvo mal de salud, muy grave: atravesó cerca de 40 operaciones. ¿Qué te pasó a vos en ese momento?
—Junto con mis hermanos, me encargué mucho de estar y de cuidar todo lo posible. Hay un aprendizaje tan grande en pasar circunstancias de ese estilo que, más allá de todo el sufrimiento que él tuvo, yo agradezco. Te hace estar más conectado con el dolor del prójimo. No significa que uno no lo sienta.
—¿Cómo fue ese aprendizaje?
—Hay una creencia de que el que está sentado acá, no vive nada parecido a lo que vos vivís. Y la verdad es que los sufrimientos se parecen bastante: en algún punto, todos pasamos cosas similares. Por eso, para mí es muy importante vivir sabiendo que todo el mundo sufre.
Reiniciarse
La conservación continúa, sin diluirse. Minerva Casero tiene ganas de hablar, de brindar su mirada, de entreabrir la puerta -aun con el reparo sobre su privacidad- a su mundo interior, rico en emociones y experiencias. Entonces cuenta, divertida: “Estoy mirando una antigüedad: la versión americana de Amas de casa desesperadas”.
—¡Estas una década atrasada!
—Sí. Pero la estoy mirando porque empecé a tejer. Es muy gracioso lo que estoy contando. ¡Qué vergüenza! Bueno, ya que piensan que soy boluda, que piensen que soy boluda del todo. No. Me di cuenta de que había perdido la paciencia: vivía absolutamente regida por si el teléfono vibraba, sonaba, me llegaba una notificación, no me llegaba, me tocaban el timbre. Con un nivel de estímulo altísimo. Entonces empecé a trabajar la paciencia aprendiendo a tejer. Al principio, un desastre: todos los escarpines agujereados. Después empecé a ponerle energía y amor. Parece una boludez…
—¿Qué tipo de tejido hacés?
—A dos agujas.
—¿Y qué tejés?
—Chalequitos. Ponchitos, para el bebé de una amiga. Todo así. Había algo de la realidad, que iba tan a mil, que me estaba aplastando. Entonces dije: “Necesito algo analógico, artesanal, un poquito más tradicional”. Y se me ocurrió el tejido. Podría haber sido otra cosa.
—¿Alguien teje en tu familia?
—Mi madre. Y mi abuela tejía. Falleció; tal vez teje en el más allá. Pero tenía telar, hacía unas cosas espectaculares. Un día dije: “Me pongo a ver lo más bobo que se te ocurra. ¿Qué puede ser más bobo que Amas de casa desesperadas?”. La puse. Y dije: “Está buena”. Empecé a tejer, y casi que la veo de rebote. Hay algo del culebrón que yo nunca había valorado.
—¿Con qué tuvo que ver eso de que la realidad te llevaba puesta?
—Tuve una circunstancia personal de salud. Dura. Y no se lo esperaban. Fue un lindo susto. Cuesta el paso del tiempo, la vida, las cosas, todo lo que uno le da una importancia suprema, y en realidad, después se te escapa en la mano. Fui un poco consciente de todo. Cuando estás en los 18, 19, 20, 21 años, tenés la sensación de que hay de todo por delante. Y no me había pasado replantearme tanto la vida.
—¿Si realmente había todo por delante?
—Qué es lo que hay, qué es lo que quiero que haya, hacia dónde quiero ir, qué es lo que me interesa, qué no. La valoraba. Pero a mis 25 me tocó una transición y decir: “Soy un individuo, tengo necesidades, y también tengo derecho a cuidar determinadas cosas para que no me hagan mal”. Tuve un despertar así, fuerte, una sacudida. Y por eso empecé a tejer y a ver una novela. Ahí entendí por qué la gente mira esas novelas. Cuando tenés una sensación de malestar, donde el sonido de todos esos pensamientos es tan grande y tan alto, y toda esa incertidumbre, decís: “Pongo esto y me siento acompañada. ¡Mirá lo que les pasa! Y mirá si ahora los atropella un auto…”. Toda esa cosa que te va llevando, y un poco te anestesia y te abraza. Te acompaña. En mi caso, este quiebre se dio respecto a mi salud.
—¿Te asustaste?
—Sí. Hubo un período en el que me asusté, hasta que me acomodé. También fue algo bastante sorpresivo. Y darse cuenta de que uno cree que controla las cosas, pero tenés hasta un punto. Hay un margen donde las cosas, son. Y hay que entregarse un poco a eso. Vivir un poco con menos peso.
—¿Querés contar qué te pasó o preferís no hacerlo?
—(Piensa) Prefiero no contarlo, más que nada para preservarme.
—Está muy bien. No vamos a contar para nada qué fue. Pero entiendo que te hizo mover un montón de piezas.
—Sí, sí. Hay momentos que son bisagra, donde uno tiene que empezar a manejar las cosas diferentes. Y en ese momento llegué a ese límite, al darme cuenta de que si yo no paraba…
—¿Hoy, está todo bien?
—Sí, todo súper bien. Estoy perfecta de salud.
—¿Todo esto, cuándo fue?
—Fin del año pasado. A partir de ahí, tejí un montón de chalecos. Hoy estoy sana. Y tengo muy presente que tuve la posibilidad de atenderme con un montón de médicos, que pude pagarlos, que tuve familia que me contuvo, que puedo recurrir a un psicoanálisis, a un montón de cosas que me contienen. Eso siempre lo tengo en claro. Uno es quien es, y le tocan las circunstancias que le tocan.
—Hay algo de conciencia social, que es importante. ¿La tuviste siempre?
—Sí, porque mi papá hizo un camino muy largo…
—Tuvieron años difíciles.
—Soy muy consciente de eso. Para mí, este mundo o estos sueños fueron accesibles. Pero eso no significa que yo no haya tenido que trabajar un montón, y desafiarme continuamente, saber cuáles son las cosas que me van a costar, los estigmas que voy a tener que vencer. Pero agradezco todo ese camino que recorrió mi padre para que sea soñable, accesible, posible, para mí. Materializable. Para él fue muy dura la vida, y la pudo sobrellevar. Así que soy muy consciente: no creo que todo el mundo tenga salud, dinero, amor, familia.
—¿Tus papás son papás cariñosos?
—Absolutamente. Muy. Son muy físicos: beso, abrazo, sacudida de pelo. Muy muy muy mimosos.
—¿Y vos sos de decirles que los querés?
—Sí, un montón. “Yo te amo”, “Yo también te amo”. Todo así. Somos muy demostrativos.
—Alfredo suegro; Nazareno Casero cuñado: ¿te han celado mucho?
—No. Muy relajados con esas cuestiones, confiando también en mis decisiones. Si en algún momento me han tenido que decir: “Esto es medio raro”, me han acercado algún comentario muy respetuoso. Pero en general, no. Se me está cayendo un poco. Listo, pará.
—En tu adolescencia, que fue hace cinco minutos, ¿les diste muchos dolores de cabeza?
—No, nada. Tuve la adolescencia que se espera de un adolescente. Siempre fui una hija gamba. Sí en un momento mi madre agarró y me llevó a la psicóloga: “Te amo, pero yo ya no puedo”, dijo. Y fue una gran movida porque empecé a tener un espacio donde podía hablar y desmenuzar un montón de cosas. Estuvo muy interesante. Yo era extremadamente emocional: no podía regular ningún sentimiento, y era difícil.
—¿Cómo te llevás con ser mujer?
—Hay algo de la comunidad, de lo femenino, que me gusta mucho: me siento cómoda rodeada de mujeres, siempre es todo lindo y de un cuidado… Me gusta mucho ser mujer. Sí comprendo que tiene un montón de significados en este mundo, y es cada vez más complejo. De chica había un montón de cosas que no percibía o no me daba cuenta, no vivía en carne propia. Y ahora voy entendiendo cómo es.
—¿Los mandatos?
—No necesariamente, porque tengo padres poco convencionales.
—¿Nunca esperaron que presentarás el novio tradicional, el casamiento, los hijos?
—Como nunca lo esperaron, lo hice. Ellos nunca me pidieron que yo hiciera todo prolijo y que cumpliera, me dejaron ser. Y yo me encontré siendo bastante más estructurada de lo que ellos esperaban. Casi siempre fui una hija bastante cumplidora, prolija, ordenada.
—¿La estética?
—Nos atraviesa a todas las mujeres, indefectiblemente. Lo físico está todo el tiempo presente. Y en un punto me parece hipócrita salir a hablar de un montón de cosas sabiendo que, más esto o menos lo otro, entro en lo que se espera de una hegemonía. Sé lo que eso significa. O sea, no soy boluda.
—¿Te han tomado de boluda? Porque eso también nos pasa.
—Si, obvio. Como mujer, solo podés ser una cosa: si sos linda no podés ser inteligente, si sos inteligente no podés ser graciosa, si sos madre no podés tener un carrerón. Hay toda una cosa que, obviamente, es mentira. Descoloca que puedas tener o hacer algo más, ser una Victorinox. Y hay algo de tener que demostrar que no sos boluda. Yo salgo modelando en la Lugones, y quizás no piensan que también tengo humor, una manera de ver las cosas. O que puedo cantar. Es lindo ir sorprendiendo y desconcertando a la gente.
—¿Vos te lo creíste alguna vez? ¿Siempre supiste que no eras solo linda o solo actriz?
—Tuve muchas inseguridades durante toda mi adolescencia. Me costó muchísimo sentirme bien conmigo. Y también, sentir que me exponía. Aprendí mucho de cómo es el trabajo con mi padre y mi hermano, que son hombres. Entonces, había un montón de cosas que se me escapaban de las manos. Yo no sabía que tenía que estar impecable. Hay algo del medio en el que trabajamos, una cosa impresionante: te fijás abajo del zapato de la chica, y no está sucio. Están todas impecables, hasta lo más profundo de la uña, todo perfecto. Que la ceja, que el pelo de la ceja… Y la verdad es que eso yo nunca lo mamé. Fui aprendiendo como adecuarme a determinadas cuestiones, porque muchas veces me sentía inadecuada. No sé… Vestirme, pensar la ropa que me iba a poner, esas cosas que antes no le prestaba una atención.
—¿Ahora te gusta o es un peso?
—No, me encanta. Pero sí, también es un peso. Tengo una teoría. Hace un tiempo fui al evento de una marca de primerísimo nivel. Estaban todas divinas, todas una cosa… Y cuando les decía: “¡Qué linda!”, todas me contestaban: “Ay, no sé qué. Ay, no, vos no sé cuánto”. Y entendí que es mentira que en algún momento te sentís cómoda. Hay algo que está en el aire: en un punto, todas sienten que están inadecuadas. Todo lo que la gente describe como la encarnación de la hegemonía, y esa persona la está pasando mal porque todas pensamos que nos falta algo. Todas las mujeres, todo el tiempo, pensamos que nos falta algo.