Gloria y terror en El reino animal

Creí que iba a ver la función privada de una película del próximo Festival de Cine Francés (del 21 al 27 de marzo); no sospechaba que El reino animal sería la clave secreta de mucho de lo que me preocupa o interesa hoy en la vida cotidiana e imaginaria; menos aún imaginé que podría poner la palabra justa, al término de la proyección. a un malestar personal, un estado de emoción crónica innombrable.

La película (Le règne animal, 2023), obra maestra del director y guionista Thomas Cailley, que también dirigió Les combattants (Love at First Sight la llamaron los norteamericanos) y la serie televisiva Ad Vitam.

La idea original de El reino animal es la tesis con la que la guionista Pauline Munier se doctoró en 2019 en la Femis, una institución de enseñanza superior destinada a formar profesionales de medios audiovisuales y cine. Uno de los examinadores era precisamente Thomas Cailley. De inmediato, éste le propuso que, con esa tesis, hicieran juntos el guion de un largometraje. Todo eso ocurrió antes de la pandemia de Covid 19.

El resultado es la historia de una familia formada por François, el padre; Lana, la madre y esposa; y Émile, el hijo adolescente. Sus vidas se alteran por completo cuando Lana es afectada por una mutación que convierte a seres humanos en distintos lugares del mundo en animales antropomorfos con caracteres físicos y comportamientos de distintas especies. Además, los mutantes cambian la voz en gritos, sonidos bestiales, y progresivamente pierden el lenguaje. Con frecuencia, atacan a quienes no son mutantes; estos los rechazan y, a veces, los matan. Las palabras devienen gruñidos o cantos de pájaros desconocidos; así se gesta una nueva “música natural”, magníficamente registrada por la banda de sonido.

En el sur de Francia, cerca de un bosque, el Estado crea un centro para internar a los “bichos” o “bestezuelas”, como los “normales” los llaman. Allí termina Lana. Su esposo y su hijo se mudan cerca de ella, en un paisaje natural muy hermoso con colinas y un bosque tan bello como salvaje, donde se refugian los “bichos” que logran escaparse.

Émile descubre en su cuerpo de adolescente mutaciones no humanas: sus uñas y sus dedos se hacen garras, su cuerpo sin vello se puebla de un pelaje de zorro, que él se afeita; trata de mantener en secreto esos cambios, pero su padre lo descubre y busca disimularlos para protegerlo. En el bosque, Émile se topa con un hombre-cóndor; reconoce en él a un examigo suyo y logra que éste, a su vez, lo recuerde por la mirada. Émile lo ayuda para que aprenda a volar. El ave desarrolla alas gigantescas de plumas bellísimas y regala a Émile la visión de acrobacias aéreas y vuelos “danzados”.

La película es una fábula de múltiples sentidos. Es imposible no asociarla con la ecología; el rechazo de la diversidad; el racismo; la búsqueda de cohabitación de seres e intereses opuestos; la violencia bélica que borra las diferencias. Desde el punto de vista formal, está contada por medio de géneros que también mutan los unos en los otros. Es una comedia de equívocos; un drama; un melodrama romántico, una aventura salvaje; una epopeya bélica; un musical; una comedia dramática familiar.

Cuando vi cómo Émile escrutaba su cuerpo en busca de nuevos “síntomas”, me pareció verme a mí mismo escrutando mi piel, mis miembros, los avances del envejecimiento o, en el reflejo del espejo, el relámpago sobreimpreso de lo que fui. En la angustia del muchacho, entendí que mi malestar de estos últimos años es el “terror”. La metamorfosis final.

El reino animal también es la libertad que el padre, con una sonrisa feliz, le otorga al hijo para que disfrute, sufra, y muera, en coincidencia con su ser.

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