Finalmente, al menos para una mayoría, está quedando claro que la Argentina necesita ir rápidamente al equilibrio fiscal.
Terminar con el déficit del sector público durante los próximos años es condición necesaria para tener una macroeconomía estable, basada en una política monetaria y cambiaria que deje de recibir la influencia negativa de la emisión y la deuda para financiar al sector público. Más que cerrar el Banco Central, la clave es cerrarle la puerta del Banco Central al Tesoro.
Ahora bien, terminar con el déficit fiscal es sólo una parte del cambio de régimen que el país necesita. La Argentina tiene que reemplazar gasto público por inversión privada y, en ese sentido, además de los cambios regulatorios, muchos de ellos delineados en el DNU y la hasta ahora frustrada ley Bases, se necesita un ajuste fiscal de calidad en todos los niveles.
Empecemos por analizar el esquema de eliminación del déficit fiscal nacional.
Hasta el momento, al no poder contar con el capítulo impositivo de la Ley Bases, ni haber reintroducido, todavía, el cuasi derogado impuesto a las Ganancias de los asalariados, el ajuste fiscal se basa en el aumento o actualización de impuestos ya sancionados -impuesto País, impuesto a los combustibles-; en una exagerada licuación del gasto, básicamente en jubilaciones, gasto social en planes “intermediados” y salarios; en la reducción de gastos de estructura, operativos y de capital, –“motosierra”-; la suspensión de compromisos de pago -sentarse sobre la caja y no pagar, por ejemplo en el sector energético, u otras deudas pendientes- y en llevar prácticamente a cero las transferencias a Provincias que no sean las automáticas correspondientes a la coparticipación.
Es probable que el componente licuación del ajuste haya dado el máximo que puede dar. Lo mismo que el procedimiento de “sentarse sobre la caja” y no pagar. A partir de aquí, deberán entrar en escena la reducción de los subsidios al transporte y a la energía, y dependiendo de la negociación con los gobernadores y el Congreso, el nuevo paquete impositivo y la autorización para usar la motosierra en empresas públicas y fondos fiduciarios.
Es cierto que el objetivo de reducir sustancialmente el impuesto inflacionario está por encima de la búsqueda de bajar otros impuestos, pero no es menos cierto que si se quieren crear las condiciones para que la inversión privada diga presente en forma generalizada y sin prebendas focalizadas, la Argentina tiene que reemplazar lo más rápido posible el actual esquema de impuestos, por un sistema sencillo y pagable, incluyendo la reformulación de los impuestos al trabajo, y una AFIP con la tecnología y el capital humano capacitado para dejar de cazar en el zoológico.
Corresponde, en este punto, introducir el tema cualitativo de la relación Nación-Provincias.
El federalismo impone la existencia de “varios” Estados. Pero la gente que se beneficia o sufre del Estado, no es nacional o provincial. Los ciudadanos no son nacionales o provinciales. Los pagadores de impuestos tienen un solo bolsillo.
El Estado tiene la responsabilidad de brindar bienes públicos.
A partir de la reforma de los 90, esa provisión de bienes públicos está asimétricamente repartida. El Estado Nacional tiene la obligación de proveer la defensa nacional, algunos aspectos de la seguridad y la justicia, una moneda que reúna las mínimas condiciones para serlo, y el marco de integración con el mundo, por mencionar las principales.
Los Estados provinciales, a su vez, asumen la responsabilidad por los bienes públicos más cercanos a la población, los servicios de salud, educación primaria y secundaria, y seguridad y justicia, dentro de sus ámbitos jurisdiccionales. Este “reparto” se basa en la lógica de la división del trabajo entre lo que conviene centralizar en un Estado nacional, y lo que es mejor descentralizar, acercando al demandante de servicios básicos, al oferente. En otras palabras, acercar a la gente que necesita esos servicios con el “vecino” que está a cargo de brindarlos eficientemente.
Lamentablemente, los resultados, en general, de esta división del trabajo han sido muy negativos. Tenemos un Estado fallido en el nivel nacional, y tenemos, estados provinciales y municipales que han deteriorado sistemáticamente y no precisamente por falta de recursos, sino por un pésimo manejo -siempre con excepciones- la calidad de la educación, la atención de la salud, la seguridad y la justicia.
Estamos, entonces, ante un fracaso en la provisión de bienes públicos tanto de la Nación, como de las provincias.
Las razones nacionales de este fracaso ya están sobre la mesa y no hace falta reiterar aquí, ni el diagnóstico ni el remedio.
Pero está menos discutido el diagnóstico y la solución a los fracasos provinciales.
En efecto, la clave de la descentralización de los servicios básicos se centra en la idea de que los “consumidores” que reciben un pésimo servicio castiguen a los “oferentes” con su voto. Sin embargo, hemos visto en muchas provincias la permanencia en el poder de un mismo partido, y hasta de un mismo individuo, que lejos de ser penado por la mala calidad de sus gobiernos, es premiado con la reelección.
Es cierto que en las últimas elecciones han caído algunos feudos que parecían inexpugnables, pero se mantiene el sistema que los puede hacer retornar, como ya ha pasado en otras oportunidades.
Por qué el votante no castiga los malos servicios provinciales
Es probable que una de las razones, todo es multicausal diría la ex Presidenta, sea que el gobernador de turno se ha convertido en proveedor de un bien privado que es el empleo. En efecto, en muchas provincias, el Estado es el principal empleador. Resulta muy difícil, en ese entorno, castigar a quién te emplea y te paga el sueldo, dado que no hay demanda de empleo privado alternativo.
Sin castigo, y mientras pueda seguir ofreciendo sueldos y subsidios, el gobernador no tiene ningún incentivo en mejorar la calidad de los bienes públicos que tiene que ofrecer, ni en alentar la inversión privada que independizaría al votante.
Sin bienes públicos de calidad, dicha inversión privada no encuentra capital humano empleable, de manera que quienes no acceden al empleo público, emigran a otras regiones del país, con mejores perspectivas de demanda de su escaso capital, aunque sea en changas informales, que en estos años se “complementaron” con los planes sociales y los “negocios” asociados (siempre con honrosas excepciones).
El Presidente Milei, desde el “no hay plata” ha puesto sobre la mesa la necesidad del ajuste del sector público en sentido amplio. Pero la relación Nación-Provincias, en un cambio de régimen, exige no sólo una discusión cuantitativa, sino también una discusión cualitativa, cómo generar los incentivos políticos y económicos, para que tanto el Estado Nacional, como los provinciales sean eficientes proveedores de los bienes públicos que la gente necesita.
Entiendo que hoy la prioridad es la macro y terminar con el impuesto inflacionario, pero dado que se están volviendo a sentar en la misma mesa, la Nación y las Provincias, sería bueno instrumentar transferencias condicionadas a una mejora medible de la calidad de los bienes públicos que reciben los habitantes de cada región.
Dicho sea de paso, un ejemplo ilustrativo es el de la Provincia de Buenos Aires que, ante la reducción de las transferencias nacionales que recibe, decidió “ajustar” cortando el horario extendido en algunas escuelas. Es decir, deteriorando la calidad educativa.
Sería bueno encarar un acuerdo que vaya más allá de una “puja impositiva”.
En ese sentido, siempre recuerdo esa frase del genial de Jeffrey Archer: “La única diferencia entre un lord y un pirata es con quién reparte el botín”.
* Enrique Szewach es economista. Fue director del Banco Central (2017-2019) y vicepresidente del Banco Nación (2016-2017).