Como siempre sucede, pagan justos por pecadores. Desde ayer, y de momento hasta el domingo, los jardines de Orive, contiguos al palacio del mismo nombre, entre San Andrés y la Corredera, se clausuran a las ocho de la tarde. Quedan así los vecinos del barrio, y los del centro en general –el parque más cercano está en Colón–, todo el puente del Pilar sin el único pulmón verde con el que cuentan; un oasis arbolado donde pasear al perro o pasearse a uno mismo y tomar el fresco en estas noches de otoño raro, al igual que a lo largo del tórrido verano que hemos sufrido fue zona privilegiada de expansión. Tanto que acabó siendo casi sustituta del cine Coliseo, a muy pocos metros y cerrado, como los demás al aire libre, para frustración ciudadana. El Ayuntamiento tiene sus razones para adoptar tan drástica medida: impedir que, en el fragor de esas tardes festivas que suelen prologarse lo que las dejen, vuelvan a repetirse sucesos como el ocurrido el pasado fin de semana durante una masiva concentración de jóvenes, que acabó con un herido por arma blanca en una pelea donde hubo menores implicados. Es una razón de peso, como la que ha llevado a las autoridades municipales a cerrar dos discotecas en otros tantos polígonos por carecer de licencia de apertura, ante el temor a un incendio como el registrado en Murcia, con trece muertos. Nadie duda que es mejor poner el parche antes de que salga el grano, pero en el caso de Orive quizá hubiera bastado como medida preventiva con tener bien vigiladas las andanzas juveniles antes que pegar el cerrojazo a las tres puertas de acceso.
Es tan bonito el jardín, con ese aire que aún guarda del vergel privado que fue –mitad de la casa señorial, mitad del convento claretiano cuya sala capitular es hoy monumental centro de cultura–, se respira en él tanta belleza que una comprende, aunque no justifica, que se la quieran apropiar oleadas de jóvenes en busca de un acomodo agradable. Como cuando el gran circo romano de la capital de la Bética, que allí mismo tuvo asiento, proporcionaba diversión a los cordobeses de entonces. De hecho, lo difícil de entender es que se hayan venido consintiendo botellones en sitio tan mimado por la municipalidad, corazón de la denominada Manzana de San Pablo y punto donde todos los caminos convergen. Al último, un tercer acceso peatonal y lleno de encanto que parte de la calle Capitulares, el Consistorio le ha querido dar tal relevancia que lo estrenó en junio como ruta hacia la Sala Orive, escogida por vez primera como escenario para un pleno de investidura.
Culminaba con su inauguración el plan especial iniciado en 1999, una de las más sobresalientes actuaciones urbanísticas desarrolladas en el casco histórico. La primera fase del proyecto integral –ha tenido cinco– supuso abrir a la ciudad el viejo huerto de naranjos en un eje norte-sur, que acortaba el camino entre San Pablo y La Corredera con entradas y salidas por la plaza de Orive y la calle Pedro López. La conexión este-oeste se inició en 2009 e incluía la expropiación a los frailes del llamado callejón del Galápago, curiosa calleja escalonada que muestra una arquería renacentista a la que durante los trabajos se han unido otros hallazgos. Apareció una alberca omeya y otra pieza arquitectónica del siglo XVI, una serliana, recurso que combina arcos de medio punto con vanos adintelados. Entre todo configura un itinerario único y sorprendente –al que no faltan elementos vegetales y de noche una iluminación espectacular–, ante el que se extasía la mirada de quien lo transita de nuevas. Y al final, descendiéndolo, aguarda el regalo de los jardines, ese pequeño paraíso ahora sellado desde las ocho de la tarde por culpa de un botellón descontrolado.